“I looked at the stars, and considered how awful it would be for a man to turn his face up to them as he froze to death, and see no help or pity in all the glittering multitude.” ― Charles Dickens
Al llegar a casa después del funeral se dejó caer a plomo en la cama, boca arriba. Intentó mover el brazo para desabrocharse la camisa, pero su cuerpo no respondía. Brian no se encuentra disponible. Por favor, deje su mensaje después de la señal. ¿Qué estaba…? Los recuerdos iban y venían atropelladamente, como el mar estrellándose contra las rocas una y otra vez.
* * *
El sol brillaba en lo alto, cayendo vertical sobre
ellos y recalentando las bicicletas tiradas de cualquier manera al lado del río.
Sam hacía rebotar piedras planas sobre el agua; Darla escarbaba con un palo
en la tierra distraídamente; los demás pululaban aquí y allá.
Sam lanzó la última piedra con fuerza, no para hacerla
saltar, sino para hundirla con un sonoro PLOP, y se giró frotándose la nuca
enrojecida.
-Tíos, -nos miró como si le diese un poco vergüenza lo
que iba a decir- ¿nunca habéis… pensado en qué pasará cuándo nos hagamos
mayores?
-¿Cómo mayores? – farfulló Cris masticando un regaliz.
Sam se encogió de hombros.
-Pues mayores. Ya sabéis, cuando nos vayamos de aquí,
de casa, a estudiar o lo que sea, y ya no haya más días como estos, ni más
bici, ni bosque, ni parque, ni calle principal, ni más tomar el sol en el
jardín de Rick. Cómo seremos, y eso… bueno, no sé.
Durante el breve silencio tenso y extraño que siguió no todos parecían entender lo que Sam quería
decir, pero Brian lo hizo, y se agarró las rodillas hasta que los nudillos se le
quedaron blancos y una sensación muy desagradable le llenó el estómago.
Rory soltó una
carcajada.
-Venga ya. Ninguna de esas cosas se van a mover de
aquí, ¿eh? Volvamos cuando volvamos, todo será igual que ahora. No te preocupes
por tonterías.- giró la cabeza para mirar las bicis y sonrió mostrando todos
los dientes- ¿Una carrera hasta el puente?
El viento les revolvía el pelo. El tiempo no pasaba
nunca.
* * *
Se le abrió
la boca inconscientemente para dejar escapar un sollozo, y luego
otro y otro, aunque fue incapaz de emitir ningún sonido y eran casi convulsiones. Le dolía el pecho del
esfuerzo, y las lágrimas le resbalaban por los laterales de los ojos.
Sam lo
sabía. Que aquellos días aparentemente iguales e inacabables eran en realidad únicos
e iban a desaparecer, igual que el bosque, el parque o la casa de Mike. Igual
que ellos mismos.
El sol del
atardecer se colaba por la ventana abierta, revelando el polvo que flotaba en
el aire y se posaba poco a poco sobre los muebles. ¿Por qué siempre estaba
atardeciendo? Ya no recordaba la última vez que se había levantado temprano y
el sol brillaba en lo alto y el cielo era una enorme curva azul que se prolongaba
hasta más allá de las montañas. Parecía que desde hacía años el día siempre
agonizaba, y todo eran siluetas, luz anaranjada y una brisa triste hasta la
noche, hasta que cantaban los grillos y el calor llenaba de ondulaciones los
sueños (y las pesadillas).
Cuando consiguió levantar una mano, despacio, la
puso frente a su cara. Daba la sensación de que el sol la atravesaba, y habría
jurado que casi podía ver a través de ella. De repente le dio la sensación de
estar hecho totalmente de polvo, y empezar a deshacerse poco a poco en el aire,
desde la punta del dedo corazón, dejar su traje vacío sobre la cama y atravesar
la mosquitera de la ventana, hacia el exterior. Si me muero en primavera, quiero que el aire de mayo me lleve con él.
Un llanto
extraño le salió del fondo de la garganta, provocándole una punzada de dolor. Pensó
en Sam, y se dio cuenta de lo que nadie quiere darse cuenta: no volvería a
verle reír, ni llorar, ni comentar la última película que había visto, ni ganar
casi todas las carreras de bicicleta, ni intentar dormir siempre en casa de
alguno de ellos para no tener que ver a su madre. Ojalá se hubiesen mantenido
en contacto, ojalá le hubiese visto crecer, cambiar, conseguir el primer
trabajo, ojalá le hubiese preguntado de vez en cuando, sin necesitar un motivo,
qué tal estaba, qué leía, qué escuchaba, qué hacía y qué quería hacer en el
mundo. Ojalá nunca le hubiese dicho adiós, ni a él ni a ninguno de los otros,
porque las despedidas progresivas y sin palabras son las más tristes. Se sentía
impotente al saber con certeza que nada iba a cambiar con los demás, que ya era
demasiado tarde y lo único que tenían en común eran cada vez menos recuerdos.
Solía creer
que quedarse ahí lo haría más auténtico, que ser fiel a aquella casa, a
aquellas calles, le ayudaría a no perderse a sí mismo. Y se sentía responsable,
porque todos los demás parecían haber olvidado que crecieron allí y se habían
ido, atraídos por el espejo de la ciudad. Él se había aferrado a los suburbios para
permanecer inmutable como ellos, sin darse cuenta de que aquellas calles
estaban hechas para cambiar, de que unos se iban y otros llegaban, y
derrumbaban, construían, transformaban, compraban, vendían. A veces, al
anochecer, todo le resultaba desconocido, y se sentía solo y extraño, perdido
en una extensión salvaje, eternamente cambiante, muerta.
Sus padres
habían querido vender la casa al mudarse a Florida. "Ya es hora de que te vayas a la ciudad, es lo que hacen los jóvenes". Lo que hacen los jóvenes es mirar solo adelante hasta que
por fin un día vuelven la vista hacia las cenizas de lo que han dejado
tras ellos. Pero él había prometido cuidar la casa y a sí mismo, y ahora le
parecía no haber cumplido ninguna de las dos cosas. La pintura amarilla se
había ido desconchando poco a poco, igual que la valla blanca. Y el jardín,
bueno… era su madre la que sabía de flores, así que lo único que quedaba de los
parterres era un poco de tierra gris, y la hierba crecía irregular por todas
partes.
También él
se había ido deteriorando a su propio ritmo. Había perdido pelo, a pesar de ser
joven, estaba más delgado y cada día más miope. Pero eso era lo de menos. Había
terminado la carrera y conseguido
trabajo en una empresa situada a las afueras. La idea de no tener que conducir
hasta el centro para trabajar le había atraído mucho; la ciudad de daba pánico.
Cada día entraba en su cubículo, encendía el ordenador, hacía su tarea, tomaba
un par de cafés, charlaba con sus compañeros sobre trivialidades y volvía a
casa. Tenía que haber sido fácil, era lo que mejor se le daba. Y, sin embargo,
si alguien le preguntase el nombre de alguno de sus compañeros o la descripción
de sus caras, no habría sabido responder. Le asustaba dase cuenta de que no
veía nada ni a nadie; ni siquiera habría podido decir de qué color era el pelo
de su jefe, o su mesa, o el fondo de pantalla del ordenador. Cada vez le
resultaba más fácil perder totalmente el contacto con el presente para acabar
rodeado de sombras y ecos, y le sorprendía oírse a sí mismo dando respuestas
coherentes. ¿Era esa su boca? ¿Era ese su cuerpo, su vida?
Se puso de
pie con esfuerzo, quitándose las gafas para secarse las lágrimas, y sintió que
tenía que arreglar el jardín en ese mismo momento. El rugido del cortacésped le
impedía pensar en Sam. Le impedía pensar. Siguió hasta que se hizo de noche y
la oscuridad le obligó a parar.
Apoyado en
la valla buscó la luna con la mirada, pero no la encontró; solo había un montón
de estrellas blancas, tan lejos de él, y tan lejos las unas de las otras. Volvió
a pensar en el funeral, en la enorme distancia que los había separado a todos incluso
entonces, a pesar de estar físicamente tan cerca.
No pudo
volver a llorar, ni apartar la vista del cielo, ni recordar quién era, pero
pensó que nadie debería sentirse tan solo.
Me encantará leer todos los capítulos seguidos... Será maravilloso, estoy seguro.
ResponderEliminar"[...] y se dio cuenta de lo que nadie quiere darse cuenta: no volvería a verle reír, ni llorar, ni comentar la última película que había visto, ni ganar casi todas las carreras de bicicleta, ni intentar dormir siempre en casa de alguno de ellos para no tener que ver a su madre. Ojalá se hubiesen mantenido en contacto, ojalá le hubiese visto crecer, cambiar, conseguir el primer trabajo, ojalá le hubiese preguntado de vez en cuando, sin necesitar un motivo, qué tal estaba, qué leía, qué escuchaba, qué hacía y qué quería hacer en el mundo. Ojalá nunca le hubiese dicho adiós, ni a él ni a ninguno de los otros, porque las despedidas progresivas y sin palabras son las más tristes. [...] Solía creer que quedarse ahí lo haría más auténtico, que ser fiel a aquella casa, a aquellas calles, le ayudaría a no perderse a sí mismo."
ResponderEliminarPues eso es lo que te quería decir yo ayer, solo que se me da mal expresarme bien... Ois... T^T