Me acostumbré a todo.
A una cara roja por la sal
de las lágrimas.
A que llorases hasta vomitar de
rabia.
A sonrisas entre comprensivas y
condescendientes, a veces amables de verdad, pero siempre incapaces de esconder bien
la preocupación. También a las salas de espera con revistas de familias
abrazadas vestidas de blanco y mujeres sonriendo, que por suerte y por
desgracia no se parecen en nada a ti.
(Por suerte y por desgracia, soñabas
más despierta que dormida.)
“Es antinatural que a alguien le
guste el mal tiempo”, me decías cada otoño, empujando el paraguas contra
el viento.
Bueno, ya no sé si hablabas solo del clima.
Hay veces en que el frío se te mete dentro y lo único que puedes hacer
es intentar correr más rápido que él. También sé que puede ser contagioso,
vaya si lo sé; todos buscamos el calor y no está bien repartido ni hay suficiente, por eso es tan fácil perderlo o quitárselo inconscientemente a los
demás. Pero cómo se supone que lo ibas a evitar.
Y no importa: yo me acostumbré a todo.
A que estuvieras sin estar, como
una conversación telefónica cara a cara.
A las yemas de tus dedos en las
líneas de los mapas.
A las yemas de tus dedos en las
líneas de mi piel.
A las yemas de tus dedos en las
líneas de mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario