martes, 5 de febrero de 2013

Recuerdos desde un lado del espejo.



Me acostumbré a todo.

A una cara roja por la sal de las lágrimas.
A que llorases hasta vomitar de rabia.
A sonrisas entre comprensivas y condescendientes, a veces amables de verdad, pero siempre incapaces de esconder bien la preocupación. También a las salas de espera con revistas de familias abrazadas vestidas de blanco y mujeres sonriendo, que por suerte y por desgracia no se parecen en nada a ti.

(Por suerte y por desgracia, soñabas más despierta que dormida.)

“Es antinatural que a alguien le guste el mal tiempo”, me decías cada otoño, empujando el paraguas contra el viento.
Bueno, ya no sé si hablabas solo del clima.

Hay veces en que el frío se te mete dentro y lo único que puedes hacer es intentar correr más rápido que él. También sé que puede ser contagioso, vaya si lo sé; todos buscamos el calor y no está bien repartido ni hay suficiente, por eso es tan fácil perderlo o quitárselo inconscientemente a los demás. Pero cómo se supone que lo ibas a evitar.

Y no importa: yo me acostumbré a todo.

A que estuvieras sin estar, como una conversación telefónica cara a cara.

A las yemas de tus dedos en las líneas de los mapas.

A las yemas de tus dedos en las líneas de mi piel.

A las yemas de tus dedos en las líneas de mi vida.

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